Historias del diván




COSTA DA MORTE

Judith vivía sola en una casa cerca del mar. A unos kilómetros se encontraba Finisterre. En invierno, los días suelen ser fríos y lluviosos en esa parte de Galicia, aun así, a Judith le gustaba salir a pasear junto a su perro Spock, incluso en los peores días de lluvia. En cambio al pueblo iba por necesidad y siempre a regañadientes. Recogía el correo, hacía la compra en el supermercado y se volvía a casa en su viejo coche. Le encantaba vivir allí, aquel lugar le parecía mágico. Sus padres, que vivían en la capital, siempre le decían que se fuera con ellos, no podían comprender qué hacía una chica como ella en un sitio tan aislado de la civilización. Pero a Judith le gustaba eso mismo, estar apartada de la civilización. Odiaba las prisas, la marabunta de gente corriendo de un lado a otro, el ruido infernal de los coches. La ciudad, definitivamente, no era para ella.
Desde hacía algún tiempo, se ganaba la vida escribiendo novelas de amor para una editorial de Madrid. No pagaban mucho, lo justo para poder vivir dignamente, y ella no necesitaba más para mantener su independencia. A sus treinta y cinco años había viajado por varios países, trabajado en muchos empleos y conocido a mucha gente, pero un buen día decidió escapar de todo eso.
Quizá lo único que echaba de menos en momentos puntuales era el sexo. Empezaba a cansarse de tener que bajar sus calores ella misma. Una noche que estaba navegando por internet, encontró un anuncio de una tienda de artículos sexuales. Hizo clic, y toda una galería de juguetes para el placer se mostró en su pantalla. Ella nunca había utilizado ningún artículo de ese tipo para masturbarse, pero pensó que sería una buena idea salir de la rutina onanista, y puesto que no había ningún chico en el pueblo que le gustara para dichos menesteres, decidió pedir un vibrador. Estuvo dudando entre varios modelos, pero al final se compró un elegante vibrador especialmente diseñado para la estimulación del punto G. Rellenó el formulario de pedido y lo envió. En 48 horas el nuevo juguetito de Judith estaría en sus manos.

Días después, la tormenta se había desatado sobre la Costa da Morte. Judith, desde su casa podía escuchar el sonido de las gigantescas olas rompiendo con las rocas. Miraba por la ventana cómo llovía, cuando a lo lejos vio acercarse un coche. Era la furgoneta de reparto de la empresa de mensajería. Cuando Judith abrió la puerta se encontró al mensajero calado hasta los huesos. Le hizo pasar al recibidor. El chico sacó de su mochila un paquetito y se lo entregó a Judith, ésta le firmó el recibo y, entre el gracias y el adiós, cerró la puerta apresuradamente y se dispuso a abrir aquel paquete. “Swish Bcute Curve Purple” era el nombre del aparato, ya lo tenía en la mano, pensando en estrenarlo, cuando llamaron de nuevo a la puerta. Era el mensajero, al parecer el coche no le arrancaba y mientras que llegaba la grúa hasta aquel remoto lugar, pensó en esperar dentro de la casa. Judith, por hospitalidad le dejó pasar al salón, sin darse cuenta de que el vibrador estaba encima de la mesa. El mensajero se quedó mirando el “Swish Bcute Curve Purple”, Judith sintió una vergüenza enorme. El chico le dijo que no se preocupara, que era natural comprar esas cosas. Ella, aún colorada, cogió el vibrador y lo volvió a meter en la caja.
Él empezó a relatar algunas anécdotas que le habían pasado en sus años como repartidor. Judith le preguntó que si había tenido alguna anécdota sexual. En seguida se dio cuenta del despropósito que había lanzado y no tardó ni un segundo en pedir disculpas por tan inapropiada pregunta. El repartidor se echó a reír y respondió que no, no había tenido ninguna experiencia de ese tipo, pero que no le importaría tenerla con una chica tan guapa como la que se encontraba delante de él. Los dos se miraron, él con deseo, ella con una mezcla entre timidez y morbo. - ¿De verdad? Dijo Judith con voz suave. El muchacho se levantó de la silla y se acercó, puso las manos en su cuello y empezó a acariciar su barbilla, sus mejillas, sus labios…
La respiración se aceleraba con cada caricia, fueron caminando torpemente hacia la orilla de la chimenea y una vez allí, Judith desplegó en el suelo una manta y varios cojines. El chico empezó a desnudarla, dejando visible un hermoso cuerpo. Ella hizo lo propio con él, hasta dejarlo sólo en ropa interior. Sus ojos miraron libidinosamente el vientre del chico, lo acarició y fue bajando, introduciendo su mano derecha en el interior de sus calzoncillos. La excitación estaba en su grado más alto. Los dos cuerpos se unían mientras el crepitar de la leña ardiendo ponía banda sonora al momento. Judith no quería que aquello acabase, hacía tanto que no le hacían lo que aquel chico le estaba haciendo que quería que durara lo máximo posible. Tras un buen rato, llegó la tan buscada “Petite Mort”.
Sus cuerpos se encontraban desnudos junto a la chimenea cuando sonó el móvil del muchacho. Era la grúa que estaba en la puerta de la casa esperando.
Mientras el amante mensajero se alejaba en la grúa por la angosta carretera, Judith miraba la lluvia chocar en los cristales de su ventana.

Miguel Ángel Rincón.
Marzo 2013.


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LISA Y FRAN


Fran conoció a Lisa en el parque. Ella estaba sentada en el extremo de un banco, pensativa, observando el estanque que había a unos metros. Fran paseaba escuchando música cuando se fijó en aquella chica que, cruzada de piernas, dejaba que el viento jugueteara sutilmente con su falda. 
Lisa tenía el pelo negro y largo, grandes ojos y una mirada ausente en aquel momento. Fran no pudo vencer la tentación de acercarse hasta aquel banco y sentarse junto a la bella muchacha. Ella le miró y se saludaron. La posición que había tomado en el asiento, le ofrecía unas hermosas vistas de los muslos de Lisa. 
Fran, sin dudarlo, abrió su carpeta, sacó un folio y un estuche de metal y comenzó a dibujar aquel cruce de piernas de la chica. Cuando ésta miro al lado y se dio cuenta de que aquel hombre era pintor, se sorprendió mucho. Fran le dijo que le regalaría el dibujo y Lisa le respondió que le gustaría que el dibujo no fuera sólo de sus piernas, sino de todo su cuerpo. Él, ante esa propuesta, paró de hacer trazos en el papel y la miró. Tras unos segundos, le respondió que le encantaría poder pintarla sobre un lienzo. Los dos se despidieron y quedaron en verse en la buhardilla que Fran utilizaba como estudio para pintar sus obras. 

A la tarde siguiente, Lisa se puso en camino, y cuando se encontró frente a la puerta del estudio, respiró profundo y llamó al timbre. En seguida le abrió Fran. Estaba todo preparado, las pinturas, el lienzo…, y al fondo, junto a una pequeña ventana, el escenario donde ella posaría, un viejo diván rojo. 
Lisa, entre risas, le dijo a Fran que estaba muy nerviosa, pues era la primera vez que posaría para un pintor. Poco a poco fueron conversando y bebiendo algunas copas de vino hasta que desapareció la tensión y llegó el momento de ponerse manos a la obra. El pintor tomó de la mano a la modelo y la sentó en el diván. Le dijo que se denudara y que se tumbara de lado, mirando hacia donde estaba el atril. Ella lanzó un pequeño suspiro y procedió a quitarse el vestido, luego se desabrochó el sujetador y lentamente, pensándoselo mucho, se bajó sus braguitas. Toda su ropa la depositó en una silla de madera que había junto al diván. Fran la observaba desde su banquillo, pincel en mano. 
Lisa estaba ya preparada, tenía unos senos pequeños pero muy bien formados, sus pezones estaban erectos, por los nervios y por el cambio de temperatura al desnudarse. En su vientre, varios lunares hacían aún más bello su cuerpo. Y sus piernas… qué decir de sus piernas. 
Entre trazo y trazo, Fran la miraba con oculto deseo, mientras dibujaba sus labios, sus pechos, su pubis, imaginaba que sus manos acariciaban esos lugares aún prohibidos. Lisa, desde el diván, observaba cada movimiento del pintor, cada mirada, cada gesto. Transcurrían los minutos y Lisa preguntó si podían hacer un breve descanso para estirar las piernas. Fran accedió. Ella se paseaba denuda por la habitación, con la copa de vino en la mano miraba los demás cuadros que Fran tenía colgados en la pared.

Pasaron varias horas, la noche cayó sobre la ciudad y Fran le dijo a Lisa que ya podía ver el boceto. Allí estaba, sobre el lienzo, el cuerpo desnudo de Lisa, aunque faltaba aún darle color y terminar algunos detalles, ya se podía apreciar que era una gran obra. Lisa se emocionó y le dio un espontáneo abrazo de admiración y agradecimiento a Fran, éste sintió el cuerpo cálido, sus manos tocaron la espalda de Lisa y cuando ella fue a soltarse, Fran apretó los brazos aún más fuerte, Lisa levantó su cara, sonrió, y muy despacio acercó sus labios y lo besó. Fue un beso largo, de esos que duran una eternidad. Las manos de Fran fueron bajando por la espalda hacia las nalgas. Lisa le quitó la camisa y sin saber bien cómo, acabaron rodando por el suelo, cuerpo contra cuerpo, lengua contra lengua, sexo contra sexo. 
Fue algo excitante para los dos, a ratos tierno, a ratos salvaje. Y entre pinturas, vino y orgasmos, vieron amanecer desde el desván. Pequeños rayos de luz penetraron en la habitación despertándolos de aquella ardiente noche. 

Ahora, años después de aquel encuentro, Lisa está casada y vende móviles en una tienda del centro. Fran sigue paseando su soltería por el parque, en busca de inspiración para poder pintar sus cuadros. 

Miguel A. Rincón. 
Febrero 2013.

Relatos publicados en la web Deseo Erótico

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